La plataforma es el mensaje
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Amelia Davenport y Renato Flores sostienen que las redes sociales no pueden ser ignorados a pesar de sus efectos negativos en la cultura moderna. Por el contrario, la izquierda necesita un enfoque propio de las redes sociales que tenga en cuenta los valores codificados en las plataformas tecnológicas.


“El dilema de las redes sociales” (The Social Dilemma) es una impresionante película sobre cómo las redes sociales están afectando la forma en que nos relacionamos. Combinando docu-drama con entrevistas de antiguos trabajadores de plataformas de redes sociales, la película es una mezcla de la historia ficticia de un adicto a las redes sociales, que se radicaliza a través de «noticias falsas» antisistema (sin ninguna inclinación obvia hacia la izquierda o la derecha), y que acaba siendo detenido en una manifestación, junto a historias reales de europeos que viajan a Siria e Irak para enlistarse en ISIS y de estadounidenses blancos que se unen a organizaciones supremacistas blancas. La película culpa de la radicalización política actual al cuidadoso diseño de las redes sociales que nos mantienen enganchados a las aplicaciones y nos hacen vulnerables a este tipo de manipulación. Sin embargo, al igual que muchos documentales progresistas (piénsese en Michael Moore), la película presenta la visión general de un problema importante y sugiere reformas leves para solucionarlo mientras ignora el elefante en la habitación: el capitalismo. Al centrarse en la neurociencia de la adicción a las redes sociales y en cómo se diseñan las aplicaciones para maximizar la atención, el documental pasa por alto el papel que tienen los imperativos del mercado a la hora de estructurar y dar forma a la tecnología para maximizar los beneficios1, e ignora el modo en que los factores económicos son responsables de la destrucción del tejido social de las comunidades. 

Las críticas a la alienación cada vez mayor debida a la trayectoria de la sociedad burguesa de masas se extienden desde el inicio del movimiento comunista a través de la obra de críticos como Theodor Adorno, Thorstein Veblen y Guy Debord. Como dijo Marx en El Manifiesto Comunista:

La burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas […] En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal. La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados.

El proceso capitalista de destrucción creativa no es algo nuevo, como tampoco lo son los sentimientos de alienación de la sociedad. Sólo hay que recordar que el retrato de una sociedad rota que hace Mark Fisher en “Realismo capitalista” (Capitalist Realism) fue escrito en 2009, antes de que los smartphones fueran tan utilizados como hoy.

Richard Seymour critica “El dilema de las redes sociales” en una reseña acertadamente titulada «No, las redes sociales no están destruyendo la civilización». Como señala Seymour, “El dilema social” no aborda repetidamente el capitalismo y, en cambio, se centra en un epifenómeno: el papel de las redes sociales en la creciente cantidad de personas radicalizadas a través de Internet. Ignora el papel del imperialismo estadounidense, mucho más importante que el Internet en la creación del ISIS. Los fallos del documental son aún más graves con el racismo: las redes sociales no crearon la supremacía blanca. El racismo es tan americano como la tarta de manzana. Incluso si los supremacistas blancos se encuentran en las redes sociales, la ruina económica generalizada del “Rust Belt” y el declive del nivel de vida de la pequeña burguesía blanca después del TLCAN tiene más que ver con la elección de Trump que con los anuncios y grupos de Facebook. 

Esto no significa que debamos ignorar los problemas de las redes sociales. En su crítica, Seymour aborda con acierto las lagunas y la perspectiva catastrofista del documental, pero subestima las formas en que las redes sociales están afectando realmente a nuestra sociedad. Seymour no se encuentra en una posición fácil: se balancea en la cuerda floja entre reconocer el enorme poder de las redes sociales y negar que sean las únicas responsables del momento actual. Pero en última instancia acaba corrigiendo en exceso la evaluación pesimista del documental sobre las redes sociales. Seymour tiene razón al afirmar que la neurociencia del documental sobre la forma en que las redes sociales nos han hecho adictos es demasiado simplista y neurorreduccionista, pero no reconoce suficientemente que Facebook y sus amigos han conseguido adueñarse de nosotros de una forma poco saludable, y operan para maximizar el beneficio que los anunciantes pueden obtener de nuestras interacciones. Para ello gastan enormes sumas en investigación sobre el comportamiento. Siempre podemos imaginar mejores algoritmos de IA que trabajen en nuestro beneficio y bienestar mental; bajo el capitalismo, esto puede ser, en el mejor de los casos, aplicaciones que ayuden a nuestra salud mental y bienestar general2 siempre y cuando no amenzacemos, o incluso hablemos, de la palabra que empieza por C. 

Para dilucidar esto, podemos contrastar Facebook con programas orientados al mundo corporativo por los que se paga el software. Estos son cualitativamente diferentes de aquellos cuyo modelo de negocio es maximizar la interacción. Por ejemplo, Microsoft Teams incorpora funciones para fomentar el bienestar y un equilibrio «adecuado» entre la vida laboral y la personal, añadiendo la meditación a tu agenda. No es difícil imaginar cómo unas redes sociales corporativas benignas que priorizan el bienestar acabarán siendo nada más que aplicaciones de autoayuda que nos animan a hacer yoga y a comer sano mientras ocultan el papel destructivo del capitalismo3. De hecho, la mayoría de estas aplicaciones ya están disponibles en su tienda de aplicaciones, solo que no son gratis. Aunque el capitalismo sigue impulsando la inmisericordia independientemente de nuestras plataformas tecnológicas, algunas tecnologías siguen siendo decididamente peores que otras en sus efectos sociales. 

Seymour termina su reseña con la pregunta: «¿Dónde está el programa comunista para la industria social?» Esta pregunta no sólo es difícil de responder (y ya se han propuesto intentos de hacerlo, como la nacionalización de los centros de datos4), sino que es una pregunta de orden superior a lo que se necesita ahora mismo. Estamos lejos de poder influir en esas decisiones. Es un poco como decidir cómo vas a gastar las ganancias de la lotería en un billete que acabas de comprar. Lo que los activistas deben preguntarse ahora mismo es «¿cuál es la estrategia de la industria social, o incluso de los medios de comunicación social, de nuestra organización?», porque está claro que los medios de comunicación social afectan drásticamente a la forma en que entendemos la organización, a la forma en que desarrollamos la confianza en nuestra organización, o incluso a quién consigue la mayor atención en un debate organizativo. Debemos tener en cuenta que, lo queramos o no, las redes sociales desempeñan un papel desproporcionado en nuestra organización política. En la actualidad, los partidos estadounidenses se enfrentan a esta situación ignorándola o imponiendo una estricta disciplina en las redes sociales5, y éstas no pueden ser buenas respuestas al dilema.

Mientras que los individuos pueden elegir desconectarse, nuestra organización nunca podrá escapar completamente de las redes sociales. Podemos decidir no participar, pero eso no impide que otros lo hagan. Hace tiempo que debería haber llegado el momento de aceptar esta dura realidad. Ya no vivimos en la época de los bolcheviques: las dificultades para hacer llegar el mensaje no son sólo la censura, sino que nuestra señal se ahoga en el ruido de la economía de la opinión amarillista. Es más fácil generar atención llamando «Karens» a las víctimas del Holocausto que escribiendo largas críticas al concepto de raza. Y aparece una segunda dificultad: ¿estamos en las redes sociales por la parte «social» o por la parte «mediática»? ¿Cuánto de nuestro ego está en asegurar que sea nuestra opinión la que guste, se retuitee y se comparta, en lugar de la opinión de otras personas o grupos? Incluso con las mejores intenciones, es difícil no sentirse bien con la validación social y ver cómo aumenta nuestro número de seguidores o los «likes» de la página.

La Plataforma y el Partido

Volviendo a las implicaciones inmediatas de las redes sociales para la organización comunista, destaca una pregunta: «¿Debe un partido imponer una disciplina en las redes sociales a sus miembros?» Es fácil estar de acuerdo en que es necesaria cierta disciplina: el racismo, el sexismo y cualquier otra forma de discriminación deberían ser expulsados. Del mismo modo, puede ser necesaria una intervención informal si un camarada tiene una crisis pública en Twitter. Pero la cuestión de cuántos debates intra e inter organizativos deben permitirse en las redes sociales no es fácil de responder. A veces los debates se producen en grupos de Facebook o en Twitter porque no hay otra plataforma para celebrarlos. Son respuestas a los fallos de la organización y a la sensación de falta de democracia. En este caso, se trata de un síntoma de una enfermedad organizativa, y no debe considerarse tanto una falta de disciplina como una explosión incontrolada debida a unos canales de comunicación inadecuados. Pero otras veces, los miembros del partido simplemente no están contentos cuando un partido decide en su contra y entonces toman las redes sociales para protestar por ello, o incluso para sabotear la decisión. Por ejemplo, la infame carta en la que se pedía a los miembros de la DSA que hicieran banca telefónica por Biden, a pesar de que la Convención Nacional y también el Comité Político Nacional de la DSA decidieron no respaldar a Biden. En este caso, la falta de responsabilidad y el descontrol de los seguidores de las redes sociales pasan a primer plano. 

Las redes sociales parecen aplanar las estructuras de poder, pero lo que realmente hacen es enmascararlas. Las celebridades afines al DSA, como AOC, tienen más de diez veces la cantidad de seguidores en Twitter que la propia organización. Esto establece un límite claro para la responsabilidad. De hecho, el abuso de la plataforma fue lo que provocó la introducción del «centralismo democrático»6 en el Partido Socialista Alemán de antaño. El centralismo democrático implicaba que los votos, e incluso los discursos de los diputados, debían ser decididos por el partido en su conjunto. Era un medio para garantizar que el partido controlara a sus elegidos, y no lo contrario. La estructura actual del DSA impide que se produzca esta rendición de cuentas a través del centralismo democrático. El único acontecimiento que puede tener lugar es un repudio público, similar a la desautorización por parte del DSA de Chicago de su concejal electo Andre Vazquez por votar a favor de un presupuesto municipal de derechas. Aunque es un hecho positivo, no está muy claro que esto tenga una influencia a medio o largo plazo mayor que la revocación de un respaldo a la reelección por parte de una ONG de tamaño similar. El actual sistema electoral individualista no es adecuado para este tipo de disciplina colectiva. Vázquez no puede ser expulsado de una fracción parlamentaria ni retirado de su escaño. 

Aparte de los políticos-celebridades, las redes sociales influyen en nuestra organización de manera indeseable. Aunque una gran base de redes sociales no suponga una gran base popular, sigue habiendo ondas en la vida real cada vez que una celebridad de las redes sociales decide hacer a otros oír su opinión. Las personas carismáticas, o incluso simplemente las personas convencionalmente atractivas, acaban teniendo grandes plataformas para difundir sus pensamientos sobre lo que hay que hacer, lo que a menudo provoca pérdidas de tiempo y recursos. Un ejemplo de alguien que tiene un gran número de seguidores en Twitter debido a su carisma y a su participación en la política en el pasado es Briahna Joy Gray, antigua asesora de la campaña de Sanders. Gray, entre otras celebridades de los medios de comunicación, lanzó la campaña #ForceTheVote, que intentaba presionar a los legisladores demócratas progresistas para que no votaran a Pelosi como presidenta de la Cámara de Representantes a menos que aceptara llevar Medicare para todos a una votación en el pleno. La campaña no llegó a ninguna parte, a pesar de que produjo vigorosos debates en línea durante algunos días; carecía de una base popular real más allá de la presencia en las redes sociales. Las plataformas online no suelen traducirse en organización y poder sobre el terreno.

El medio es el mensaje

El padre fundador del estudio de los medios de comunicación, Marshall McLuhan, sostenía que, para entender la comunicación, en lugar de centrarse en el contenido concreto que se transmite, debemos centrarnos en el medio a través del cual se produce. Lo resumió sucintamente con la frase «el medio es el mensaje». Para McLuhan, los «medios» no son simplemente transmisiones audiovisuales como los periódicos, la televisión o la radio, y la comunicación va más allá del lenguaje. Según McLuhan, todas las tecnologías son medios de comunicación porque en su raíz sirven para ampliar alguna capacidad de la humanidad para efectuar cambios en el entorno y/o recibir estímulos sensoriales:

«Toda invención o tecnología es una extensión o autoamputación de nuestros cuerpos físicos, y dicha extensión exige también nuevas relaciones o nuevos equilibrios entre los demás órganos y extensiones del cuerpo».7

Por ejemplo, la transición del ferrocarril a las autopistas como modo de transporte tuvo profundas repercusiones en la estructura de las ciudades, las redes logísticas y las actividades humanas más amplias, como el ocio, independientemente de lo que hiciera cualquier tren o coche en su red. Y no sólo nuestras estructuras sociales, sino también nuestros cuerpos se ajustan a la estimulación de nuestras tecnologías. La luz azul de las pantallas electrónicas altera los patrones de sueño, mientras que el consumo de alimentos precocinados se relaciona con enfermedades cardíacas y otros riesgos para la salud, y en un nivel más profundo, como se lamentaba el filósofo griego Platón, nuestra transición al lenguaje escrito condujo a una pérdida de nuestra capacidad para recordar casi tanta información como las culturas orales. Además, todo mensaje, ya sea lingüístico o económico, es en sí mismo un medio. Un coche y un tren son en sí mismos medios de comunicación que transmiten a los pasajeros a sus destinos, quienes a su vez, en el ejercicio de sus funciones sociales por negocios o por placer, transmiten mensajes a sus destinos. Del mismo modo, un programa de televisión histórico transmite el mensaje de un guión que transmite una lección de historia que a su vez sirve para transmitir un determinado sentimiento moral o emocional al público en general. Los medios de comunicación son como muñecas matrioskas.

Esto se aplica especialmente a las plataformas de medios sociales. De entrada, los mensajes de Twitter tienen un máximo de 280 caracteres, son evaluados por los gustos de una red pública y su envío es muy rápido. Esto tiene un profundo impacto en la forma en que el medio estructura el compromiso social a través de él. La mayoría de los debates se realizan principalmente a través de golpes rápidos, buscando la aprobación del público más que presentando un argumento convincente. En este sentido, Facebook proporciona una plataforma marginalmente mejor para el debate, con mensajes de longitud ilimitada y comentarios ligeramente más aislados, pero seguimos siendo juzgados por un gran público, en tiempo real, y realizando el debate para la audiencia. Además, Facebook tiene sus propios inconvenientes por la forma en que funciona su sistema de grupos basados en la invitación o en la solicitud de adhesión, que crean burbujas aisladas que a menudo se caracterizan no sólo por el pensamiento de grupo, sino por una extraña dinámica de poder y camarillas de moderadores. Lo que le importa a Facebook es que estés interactuando; estar interactuando porque estás enfadado, deprimido y buscando validación, o realizarte a través de un compromiso significativo, todo parece exactamente igual para sus algoritmos. Del mismo modo que tratar la enfermedad en lugar de los síntomas puede considerarse poco rentable para las empresas médicas, mientras las herramientas de las redes sociales estén dominadas por el afán de lucro, maximizarán el beneficio de la empresa, y no necesariamente el bienestar de los usuarios. Dado que estas plataformas condicionan el tipo de contenido mediático que se promulga a través de ellas, inevitablemente moldearán nuestros hábitos de pensamiento fuera de su dominio. Pensar el contenido intelectual en forma de opiniones polémicas posiciona todos los puntos de vista en relación con la búsqueda de influencia y la validación personal, y cada vez es más común ver cómo esta terminología sustituye la noción de «línea» política fuera de las sectas decrépitas.  

Tinder podría ser un ejemplo más claro. ¿Cuál es el servicio de Tinder, o el producto de Tinder? Si Tinder estuviera optimizado para encontrarnos un compañero de vida adecuado, o al menos alguien que nos acompañe durante un tiempo, la gente usaría Tinder durante una o dos semanas, y luego se desconectaría, agotando la base de usuarios. Esto perjudicaría a la empresa. A Tinder le interesa que sigamos conectados, respondiendo a los mensajes y a los “matches”, para que sigamos pagando nuestra cuenta, sigamos viendo los anuncios y sigamos cediendo nuestros datos. Así que, desde una perspectiva financiera, tiene sentido que Tinder produzca “matches” que sólo proporcionen un alivio temporal de la soledad, en lugar de encontrar a alguien que nos haga abandonar la aplicación, quizá no para siempre, pero al menos durante un tiempo.

En Tinder, al menos uno sabe lo que espera conseguir. ¿Qué esperamos obtener de las redes sociales aparte de la sociabilidad? Con el aislamiento social especialmente exacerbado en la era de la pandemia, los gigantes de las redes sociales tratan de sacar provecho de ello. Facebook tiende naturalmente a mostrar a personas que piensan como nosotros, para maximizar las interacciones. Aquí es donde la crítica de Seymour a “el dilema social”, que se centra principalmente en el poder del capital, es incompleta. Las redes sociales producen dopamina y otras sustancias químicas que nos producen una adicción psicológica y nos mantienen en la plataforma. Incluso evitando el materialismo vulgar, sería insensato negar el hecho de que nuestro sistema nervioso central estructura cómo nos involucramos con la realidad. No es sólo un medio neutral. Las drogas psicodélicas, el estrés en el trabajo, la salud física y las prácticas de meditación dan fe de ello a su manera. Pero gracias a una mayor comprensión técnica de las regularidades en los procesos cognitivos materiales de nuestro cerebro, y a la capacidad de procesar y filtrar artificialmente la información a través de ordenadores, nuestro sistema nervioso central en sí mismo se ha ampliado. Como dice McLuhan:

Los medios de comunicación eléctricos son el telégrafo, la radio, el cine, el teléfono, el ordenador y la televisión, todos los cuales no sólo han ampliado un único sentido o función como lo hicieron los antiguos medios mecánicos -por ejemplo, la rueda como una extensión del pie, la ropa como una extensión de la piel, el alfabeto fonético como una extensión del ojo-, sino que han mejorado y exteriorizado todo nuestro sistema nervioso central, transformando así todos los aspectos de nuestra existencia social y psíquica.8

Nuestros teléfonos inteligentes filtran las llamadas de spam, nuestros termostatos ajustan la temperatura y el canal del tiempo te dice que te prepares para la nieve de la próxima semana. En cierto modo, este desarrollo de un sistema nervioso electrónico extendido y colectivo ha costado a las amplias masas sus anticuadas facultades de autoconfianza y la misma preocupación por la privacidad que históricamente dominaban los especialistas altamente alfabetizados y la burguesía. Pero, ¿es esto una pérdida tan grande? 

McLuhan señala que esta nueva forma de vida electrónica es mucho más adecuada para las culturas antes marginadas con fuertes recuerdos y legados de existencia tribal, no para la burguesía blanca y el estrato superior de trabajadores que la financian. Las comunidades que tuvieron que mantener fuertes lazos y formas de resiliencia frente al genocidio colonial, o que se forjaron a través de las penurias de la condición proletaria, están más alineadas con las lógicas tecnológicas que enfatizan la conciencia contextual, la socialidad y el conocimiento generalizado más que el especializado. Mientras que los actuarios y los artesanos cualificados de ayer son dinosaurios frente a la automatización, un jornalero que se dedica a varios negocios secundarios independientes tiene más probabilidades de tener la flexibilidad necesaria para sobrevivir en una economía cuyo ritmo de cambio se acelera constantemente. Pero no es el empresario inteligente de la calle el más resistente, sino aquellos que pueden desarrollar fuertes redes comunitarias de apoyo mutuo y solidaridad. La cultura jerárquica e individualista de la era de las máquinas es inadecuada para las condiciones de vida que nuestras tecnologías han creado cuando se necesitan microdonaciones de Venmo del propio círculo social para pagar el alquiler, y un sindicato de inquilinos para evitar que el alquiler suba más. En el espíritu del arquitecto socialista y futurista Buckminster Fuller, McLuhan comentó: «No hay pasajeros en la nave espacial Tierra. Todos somos tripulación».

Cantando salomas en el barco de Neurath

Los métodos de socialización actuales contrastan con los que dominaban en el pasado, pero una estrecha comparación puede ayudarnos a salvar las distancias y a desarrollar nuestro programa. Recientemente, en Tiktok se han subido cientos de vídeos de personas que se unen para cantar canciones marineras, conocidas como salomas. Apasionada pero sana, la actividad compartida brilla como un faro en medio de la oscuridad de la peste y la discordia civil. A raíz de un vídeo viral de un empleado de correos cantando la canción «Wellerman», cuyo nombre se ha perdido en la historia, aparece en nuestras pantallas un atisbo de lo que podría ser una cultura más sana. Pero, a diferencia de otros vídeos virales anteriores, este implica una amplia participación social. Con la función de dúo de Tiktok, la gente puede unirse en la canción a través de las brechas que exige el distanciamiento social. 

El contexto social en el que se produjeron las salomas no podría estar más alejado del nuestro: una época de hombres heroicos y bien avenidos que partían en audaces luchas contra los elementos y la Naturaleza en busca de fortuna. Es una época caracterizada por imágenes de viudas que miran con nostalgia desde la orilla, grandes tormentas e inválidos empapados de alcohol que cuentan cuentos a quien quiera escucharlos. Una época en la que los hombres no tenían más remedio que arriesgar su vida para que sus hijos pudieran comer. 

Pero, ¿es esa época tan diferente de la nuestra? A pesar de todos nuestros intentos por allanar las dificultades de la vida a través de la tecnología, la ansiedad y la incertidumbre siguen acosándonos. Hoy en día, cada vez que vas a trabajar, a comprar un café o a visitar a un amigo, corres el riesgo calculado de que una cadena de acontecimientos acabe contigo, con un abuelo o con un compañero. Pero incluso sin la peste, simplemente ignoramos las 3.700 muertes de automóviles al día mientras nos desplazamos al trabajo. «No seré yo», nos decimos, si es que pensamos en ello. Vivimos nuestra vida frente a los tornados, las inundaciones, los deslizamientos de tierra y otros desastres acelerados por el hombre porque debemos hacerlo. ¿Son los empacadores de carne, que se enfrentan a una tasa de lesiones de aproximadamente el 25%, menos valientes que los balleneros o los pescadores de arenques de antaño? ¿Son los trabajadores del comercio minorista los que viven con el miedo a ser asaltados por los clientes o a los tiroteos masivos? 

Y sin embargo, por mucho que las cosas sigan igual, lo que ha cambiado es la creciente atomización y alienación de las personas entre sí. La pandemia no ha hecho más que poner en evidencia las tendencias existentes. Donde los balleneros tenían camaradería y hermandad, hoy tenemos relaciones parasociales con celebridades de Twitter y podcasters. La cultura burguesa a la que nos obligan nuestras escuelas e instituciones es incompatible con las exigencias reales de la nueva realidad tecno-económica a la que nos enfrentamos. Y esto tiene implicaciones reales para la lucha social por mejorar las condiciones. Como dijo Max Dewes en un artículo reciente para Organizing.work:

“Pero todo el conocimiento del mundo no puede cambiar el hecho de que la parte más difícil de cualquier campaña es hablar con tus compañeros de trabajo. Casi todos los atajos y errores de cálculo en la organización pivotan en torno a la verdad universal de que la mayoría de los trabajadores preferirían desafiar personal y públicamente a Sundar Pichai o al Presidente de los Estados Unidos que pedir a Meng, de contabilidad, que tenga una conversación emocional sobre sus problemas en el trabajo, y le proponga actuar colectivamente en el trabajo.”

Donde una tripulación de marineros podría amotinarse y cimarronear a su tirano capitán en un peñasco, hoy estamos ansiosos por no herir los sentimientos de nuestros empleadores. Donde la disciplina en un barco se imponía con el látigo, y en la fábrica con el bastón del jefe, hoy vivimos en tiempos ilustrados en los que la rabieta de un supervisor bien programada es suficiente. 

Hubo un tiempo en que la línea de clase era más clara. Los trabajadores organizados podían ejercer su propia disciplina. Los esquiroles temían por su vida, y los empresarios sabían que hacer que los trabajadores fueran demasiado duros tendría consecuencias directas. Pero la policía y la guardia nacional estaban siempre disponibles para reventar cabezas si los trabajadores se pasaban de la raya. Los trabajadores organizados tenían una cultura aparte y subordinada a la cultura burguesa dominante de los hombres de letras, y se desarrollaba en una lucha de bajo grado que implicaba violencia en ambas direcciones.

Unir a los trabajadores y reforzar una colectividad compartida era una cultura distinta de la alta sociedad burguesa y de la cultura de masas que unía a las clases. Las canciones que se cantaban para mantener el ritmo en el trabajo, en el bar y en el salón del sindicato creaban un lenguaje compartido que reforzaba una identidad opuesta al patrón. El Cancionero Rojo de los Trabajadores Industriales del Mundo actuó como un pasaporte a un mundo de significado compartido para aquellos que estaban cansados de las mentiras contadas desde los púlpitos de los predicadores corruptos y en las páginas de los periódicos. El arte visual, la poesía, las novelas y las obras de teatro escritas para promover los valores de la clase trabajadora podían encontrarse en todo el mundo y en todas las naciones. Obras como Kanikosen (El barco de la conservera de cangrejos), de Takiji Kobayashi, Los filántropos harapientos, de Robert Tressell, El cóndor pasa, de Daniel Alomía Robles, y Madre Coraje y sus hijos, de Bertolt Brecht, expresaban la subjetividad política de los oprimidos.

Pero no toda la cultura de la clase obrera era de carácter político. Gran parte de ella se ocupaba de las tragedias y penas de la realidad vivida en la época, como muchas canciones de blues y country, hablaba de futuros mejores imaginados o registraba recuerdos fuera de las historias oficiales de la sociedad educada. Aquí es donde se sitúan en gran medida las canciones de mar. Cantarlas era un medio para que los trabajadores de las comunidades marítimas pusieran en práctica sus identidades y participaran en algo que iba más allá de ellos mismos. El acto de cantar en común proporcionaba una estructura y una narrativa compartidas a las experiencias, de otro modo desconectadas y traumáticas, de las vidas en la periferia de la sociedad. El canto creaba una realidad en la que se podía dar sentido a la incertidumbre de la vida. ¿No es de extrañar que la gente de hoy haya redescubierto este medio?

En su discusión sobre el conocimiento humano y la naturaleza del conocimiento científico, el filósofo austriaco de la ciencia, Otto Neurath, utilizó la metáfora de un barco para explicar el progreso: 

Somos como los marineros que, en alta mar, deben reconstruir su barco, pero nunca pueden empezar de nuevo desde el fondo. Donde se quita una viga hay que poner otra nueva, y para ello se utiliza el resto del barco como soporte. De este modo, utilizando las viejas vigas y la madera a la deriva, el barco puede volver a formarse por completo, pero sólo mediante una reconstrucción gradual.9

Partiendo del conocimiento científico existente como plataforma, los investigadores podrían sustituir partes del cuerpo general de la teoría a medida que se mostraran inadecuadas o incompatibles con la comprensión actual. Pero la reconstrucción toma necesariamente como elementos ideas y nociones del pasado, incluso cuando aparentemente descarta lo obsoleto. 

Lo mismo ocurre con la cultura. No hay una base absoluta sobre la que pueda construirse una nueva cultura; ésta se hará necesariamente a partir de elementos de la antigua. Pero a medida que las formas de vida y las estructuras narrativas creadas por las instituciones culturales de masas capitalistas, como el individualismo, la fe ciega en el poder salvador del progreso científico y las instituciones cívicas de la democracia occidental, se reconocen cada vez más como podridas hasta la médula, serán reemplazadas orgánicamente por lo que esté a mano. Aunque tengamos que aislarnos por la plaga, también tenemos que unirnos para sobrevivir a los crecientes desafíos y amenazas que los cambios ecológicos y económicos plantean a todos, excepto a los más privilegiados. Las formas colectivas de expresión cultural, como las canciones de mar, son una expresión espontánea de ello. El arte político socialista y los medios de comunicación son un intento consciente de abordarlo. Ambos pueden desempeñar un papel de refuerzo mutuo. 

Incluso cuando los revolucionarios se centran en la construcción del poder directo contra la patronal en términos organizativos y estratégicos, hay que reservar tiempo y recursos para la cultura que crea subjetividad política. Tanto si se trata de algo divertido como las canciones marineras, la música rap, los torneos de videojuegos, los círculos de lectura de ficción o las comidas compartidas y el intercambio de recetas, tenemos que hacer algo más que darle espacio. Esto no significa crear un modelo de cultura prescriptivo o descendente que excluya cualquier elemento «problemático». Tal proyecto es imposible más allá de su indeseabilidad. Pero tampoco tenemos que ser pasivos o ir a la cola del desarrollo cultural orgánico. Si hay algo que hay que decir o una necesidad social insatisfecha, los revolucionarios pueden hacer intervenciones conscientes. Nuestros antepasados revolucionarios no eran unos austeros aguafiestas. Las revoluciones han creado tradiciones como la Hagadá soviética, un conjunto de oraciones creadas por los judíos comunistas en Rusia, canciones como «El Este es rojo», cantadas durante la Revolución Cultural china, y muchas otras. 

El tibio reformismo del Dilema de las Redes Sociales es un callejón sin salida para los comunistas, al igual que pretender que estas plataformas son neutrales y no juegan ningún papel en la configuración de los mensajes. Tomando nota de McLuhan, no podemos simplemente tomar los medios sociales existentes para alimentar la política comunista y la cultura de la clase obrera. Pero eso no significa que no podamos o debamos comprometernos con ellos. Lo importante es reconocer primero cómo los marcos técnicos dan forma al mensaje y luego ajustar nuestro compromiso en consecuencia. Debemos tener en cuenta que la forma en que nuestras organizaciones estructuran su interacción con los medios sociales es más importante que cualquier contenido concreto que publiquen. En lugar de planificar y coordinar nuestras organizaciones a través de Facebook, Google Apps y Zoom, podemos recurrir a otras plataformas como las desarrolladas por Common Knowledge. Podemos desarrollar protocolos fáciles de usar para la seguridad operativa que minimicen por completo los registros electrónicos o el uso de teléfonos móviles y mensajes de texto desechables, y podemos desarrollar códigos disciplinarios para el comportamiento de los funcionarios de la organización en los medios sociales públicos. La burguesía no es todopoderosa, y aunque sus ingenieros diseñan sus plataformas para maximizar las ganancias, la dinámica de los medios sociales en el mundo real es demasiado compleja para que puedan controlarla completamente. Pero lo mismo ocurre con nuestro movimiento. 

Las tradiciones de las generaciones muertas pueden pesar como una pesadilla en los cerebros de los vivos, pero es un sueño que los trabajadores podemos controlar y rehacer según nuestros propios propósitos. El poder de hacerlo está en tus manos.

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  1. Véase Andrew Feenberg, Transforming Technology, para un análisis exhaustivo de cuándo y dónde se codifican los valores en la tecnología.
  2. Véase, por ejemplo, «What worries me about AI» https://medium.com/@francois.chollet/what-worries-me-about-ai-ed9df072b704
  3. Por supuesto, esto no significa que no debamos esforzarnos por mantenernos sanos tanto física como mentalmente.
  4. El libro de Evgeny Morozov «¡Socializar los centros de datos!» ofrece un buen punto de partida para este debate. También hay que consultar el trabajo de Wendy Liu, en particular Abolish Silicon Valley.
  5. Un ejemplo de esto lo ofrece el Partido por el Socialismo y la Liberación (PSL), que ha llegado al extremo de vigilar los «likes» de sus miembros en Twitter mediante la denuncia mutua.
  6. El centralismo democrático puede definirse vagamente como «libertad total de discusión, unidad total de acción», aunque la aplicación tiende a enfatizar demasiado uno de estos polos. Véase Reclaiming Democratic Centralism, de Macnair, para un debate en profundidad.
  7. Marshall McLuhan, Understanding Media (Cambridge: MIT Press, 1994), 45.
  8. Marshall McLuhan, «The Playboy Interview», Playboy Magazine (marzo de 1969)
  9. Otto Neurath, Anti-Spengler (1921)