Cargando el fardo del hombre comunista
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Donald Parkinson reflexiona sobre la manera en que los comunistas debemos relacionarnos con nuestra difícil historia. No podemos negar nuestros fracasos ni evadir reconocerlos.


Como comunistas que vivimos después del siglo XX, heredamos un legado manchado por la violencia y la corrupción. Este legado está marcado por desgracias de las que debemos distanciarnos. Sin embargo, estamos inevitablemente vinculados a él, independientemente de cuánto lo denunciemos. No es sólo el nombre de «comunismo» lo que se asocia con los crímenes de Stalin, las imágenes del «totalitarismo» soviético y la violencia arbitraria de la Gran Revolución Cultural Proletaria. Cualquier gran intento de cambiar el mundo en nombre de la humanidad universal y acabar con el régimen de propiedad privada conlleva estas asociaciones. El legado del comunismo como proyecto social de masas, no simplemente como idea, está manchado por un pasado difícil. Y sencillamente encontrar un nuevo nombre o simbolismo como una forma de distanciarnos del legado de brutalidad asociado con el comunismo no funcionará; llevamos este legado sin importar nuestra apariencia.

Lucio Magri llamó a este legado «el fardo del hombre comunista» cuando hablaba del Partido Comunista Italiano1. Magri usó este término para hablar de la contradicción del partido que busca legitimidad como un movimiento de masas que defendía todo lo que era progresista y democrático, mientras al mismo tiempo existía en continuidad con las purgas y hambrunas estalinistas. Cuando el Partido Comunista Italiano se reafirmó después de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética aún estaba en pie, con una merecida reputación como símbolo de la resistencia de masas al fascismo. La Guerra Fría había comenzado recientemente y el antifascismo era potente que el anticomunismo. Hoy vivimos en un mundo de anticomunismo hegemónico, donde la noción de «totalitarismo» nos dice que el comunismo y el fascismo eran solo dos expresiones diferentes del terror que nos espera si nos apartamos de la norma liberal-democrática.

A pesar de la hegemonía del anticomunismo, muchos de nosotros somos aparentemente inmunes a él. No podemos evitar sentirnos cautivados por la idea de que el mundo en el que vivimos debe cambiar a un nivel fundamental. El mundo debe rehacerse, no reformarse; la historia es algo que debemos construir conscientemente, no observar pasivamente como víctimas. Creemos en un dios que fracasó, y defendemos lo que gran parte del mundo occidental ve como una causa perdida. Quizás algunos de nosotros podamos sentirnos atraídos por dicha visión por puras fantasías de venganza, pero para la mayoría de nosotros, lo que hace que el comunismo sea convincente es una búsqueda moral de justicia. Independientemente de nuestras intenciones, hay un elemento de fe en nuestras convicciones. En vez de actuar como un ser económicamente racional que busca la utilidad más ventajosa de sus circunstancias actuales, el comunista dedicado actúa contra lo que es conveniente. Aún así, esta fe es diferente a la superstición; se racionaliza con un análisis que pretende ser científico, que se basa en todo el conocimiento humano para crear una cosmovisión integral fundada en la razón. Esto está muy bien, pero no importa cuánto tratemos de sopesar nuestros puntos de vista con pruebas, en última instancia, se requiere un acto de fe, una especie de apuesta, para sumergirse en la convicción de un futuro comunista. Lucien Goldmann describió esta fe de la siguiente manera:

La fe marxista es la fe en un futuro que los hombres construyen por sí mismos en la historia y a través de ella. O, para ser más precisos, en el futuro que debemos crear para nosotros con lo que hacemos, de modo que esta fe se convierte en una «apuesta» que hacemos para que nuestras acciones tengan éxito. El elemento trascendental presente en esta fe no es sobrenatural y no nos lleva fuera ni más allá de la historia; simplemente nos lleva más allá del individuo2.

Podemos decirnos todo lo que queramos que lo que nos inspira es un mero análisis objetivo de la imposibilidad del desarrollo capitalista después de una cierta ruptura histórica y que solo somos fríos observadores de la necesidad de que las fuerzas de producción se desarrollen más allá de las limitaciones impuestas por el comportamiento irracional del mercado. Tendríamos razón, por supuesto, pero dedicarse realmente a actuar a partir de este análisis requiere la voluntad de actuar más allá de los confines del yo, más allá de la comodidad inmediata de nuestras vidas. Debemos hacer predicciones, o apostar por un futuro del que nunca podremos estar cien por ciento seguros, sin importar cuán refinado sea nuestro análisis. Lars Lih sostiene que la decisión de Lenin de tomar el poder en 1917 se basó en este tipo de apuestas, de las cuales la más importante era que la clase trabajadora internacional seguiría su revolución en solidaridad y la difundiría por todo el mundo3. No había forma de hacer tal predicción con absoluta certeza y aun así la fe de Lenin en el futuro comunista le permitió actuar a partir de esa apuesta y llevar a cabo la revolución. La fe en la causa comunista es fundamental para darnos la convicción y la militancia necesarias para hacer sacrificios por un objetivo mayor, especialmente cuando nos enfrentamos a tiempos como los que vivimos.

Entonces, ¿cómo se puede llevar la fe en el comunismo hasta nuestros días, a pesar de la carga del pasado que llevamos, el fardo del hombre comunista? ¿Cómo nos convencemos a nosotros mismos ya los demás de hacer la apuesta de que el comunismo es posible, a pesar de la tumultuosa historia que tenemos detrás? Sin importar nuestros momentos de triunfo y victoria, todavía hay momentos de verdadero fracaso y atrocidad. Los medios de comunicación y nuestros círculos sociales fuera de la militancia comunista nos los recuerdan constantemente, los ven como razones obvias para descartar el comunismo y seguir adelante. Mi intención aquí no es hablar de estas tragedias y crímenes en particular, sino de qué tipo de actitud deberíamos tener cuando miramos el pasado y lo discutimos. Primero, vamos a examinar los caminos comunes que toman las personas en respuesta a estos problemas y por qué son inadecuados.

Un camino que se toma comúnmente es la negación. La negación significa cegarse a cualquiera de los aspectos negativos de nuestro pasado. Si existen tragedias, son el colapso de la URSS (causado enteramente por fuerzas externas más que internas) o los casos de contrarrevolución capitalista violenta y abierta. Al hablar de eventos más complejos, donde los comunistas enfrentaron represión de otros comunistas, aquellos que toman el camino de la negación desarrollan extrañas teorías de conspiración o simplemente descartan cualquier tipo de preocupación como producto de la capitulación a la propaganda. Los Juicios de Moscú, en los que la élite bolchevique fue purgada por acusaciones absurdas de intentar unirse con el fascismo global para derrocar un estado que habían ayudado a forjar, están completamente justificados en este punto de vista. Las confesiones extraídas de personas como Bukharin y Radek se consideran completamente genuinas. El defensor más conocido de esta perspectiva es Grover Furr, un profesor medievalista que afirma que Stalin no cometió ningún delito en obras como Khrushchev Lied.

El camino de la negación no es una opción, y aquellos que toman este camino, sin importar sus intenciones de desafiar la hegemonía dominante de la propaganda, solo atrincheran su fe en la causa comunista con la falsa ilusión de que su propio bando es incapaz de obrar mal. Reside en la superstición más que en una fe razonada en el objetivo final del comunismo. Esto no quiere decir que no debamos defender incluso a las figuras más imperfectas de nuestra historia de las mentiras burguesas, incluso a riesgo de parecer apologistas. No hay duda de que se ha inflado el número de muertos y se han colocado responsabilidades de forma irrazonable cuando la burguesía discute la historia del comunismo, y se debe defender el registro histórico auténtico. El peligro es que en esta defensa perdamos de vista los crímenes reales cometidos bajo nuestra bandera y simplemente pretendemos llevarle la contraria a la corriente principal de la historia.

Una variante más razonable del camino de la negación es señalar la hipocresía de la exageración burguesa sobre los crímenes del comunismo, exponiendo su doble discurso de condenar los crímenes del comunismo y excusarse de los propios. Esta perspectiva, mejor articulada por el ya fallecido Domenico Losurdo, a menudo se describe como una variante de “ytuqueísmo” o falsa equivalencia, por su intento de desviar la atención de los propios crímenes y dirigirla hacia los crímenes de los demás. Esta perspectiva en sus formas más matizadas sí revela una profunda hipocresía en el corazón del proyecto burgués4. Después de todo, si aplicamos los estándares que usan los liberales para juzgar al comunismo, también debemos rechazar el capitalismo. Sin embargo, si somos coherentes, ¿no deberíamos condenar también al comunismo? En ese momento, sólo nos quedaría un vago deseo de una “tercera vía” sin base histórica, un rechazo a cualquier posibilidad de un futuro mejor. La única conclusión posible es aceptar la naturaleza imperfecta de la humanidad y participar en algún tipo de rebelión individualista contra la sociedad misma.

El enfoque del «ytuqueísmo» también cabe dentro de la negación porque se rehúsa a reconocer que los comunistas deben tener un estándar moral más alto que la burguesía. Muchos marxistas argumentarían que la moralidad es un concepto sin sentido que no sirve para nada a un comunista, un mero fetichismo ideológico utilizado para justificar las relaciones de propiedad burguesas. Es cierto que la moralidad no existe de forma independiente de las divisiones de clases en la sociedad. Sin embargo, fue por algo que Engels habló del comunismo como un movimiento más allá de la «moralidad de clase» hacia una «moralidad verdaderamente humana que esté por encima del antagonismo de clase … en una etapa en que la sociedad no solo ha superado los antagonismos de clase, sino que incluso los ha olvidado en la vida práctica»5. No debemos ser nihilistas morales, sino prefigurar esta “moralidad verdaderamente humana” en el propio movimiento socialista, mientras se entiende al mismo tiempo que no puede existir de forma pura e impoluta. Entonces, si bien es valioso señalar la hipocresía moral de los anticomunistas, esto no es suficiente. También debemos tener nuestras propias normas morales. Esto no significa moralizar, aplicar ideales morales abstractos sin ningún análisis material de la situación concreta en sus circunstancias históricas. Como dijo León Trotsky, “Tanto en política como en la vida privada, no hay nada más barato que moralizar”6.

En el otro extremo, está el camino del distanciamiento. Esto se resume en una frase que se ha convertido en una broma entre liberales y derechistas: «eso no era comunismo real». Quienes adoptan este enfoque llegarían a negar que los diversos crímenes cometidos bajo la bandera roja sean realmente nuestros, que fueron desviaciones completamente ajenas al auténtico comunismo. Todo lo que es indeseable en el comunismo histórico se coloca bajo la etiqueta de “socialismo autoritario”, contrapuesto a un “socialismo desde abajo” ideal que nunca se ha logrado. El impulso de distanciarse de la accidentada historia del comunismo, de insistir en que no tiene nada que ver con el verdadero significado del comunismo y lo que queremos lograr, proviene de un genuino instinto moral hacia la emancipación humana universal de toda opresión sin importar su forma. No obstante, la condena de los crímenes comunistas por parte de los comunistas no cambia la realidad de que heredamos esta historia. No importa cuánto lo neguemos, la mayoría del público ve los crímenes de Stalin como parte integral de la experiencia comunista, como parte de los proyectos que buscaban construir una alternativa al capitalismo.

El distanciamiento suele tomar una ruta completamente moral, que parte de una oposición abstracta al autoritarismo y rechaza cualquier tipo de jerarquía en un juicio de valor a priori. Esto naturalmente implica condenar el «socialismo realmente existente» ante la existencia de cualquier tipo de impureza. Un ejemplo de este tipo de pensamiento se puede encontrar en un ensayo de Nathan J. Robinson, Cómo ser socialista sin ser un apologista de las atrocidades de los regímenes comunistas. Robinson sostiene que países como Cuba y la URSS no nos dicen nada sobre sociedades igualitarias y sus problemas, sino únicamente de sociedades autoritarias. Debido a que el comunismo es una sociedad sin clases ni estado y la URSS no cumple con este tipo ideal, no se pueden sacar conclusiones reales sobre el comunismo de la URSS. De hecho, Castro, Mao, Stalin y Lenin ni siquiera intentaron implementar estas ideas porque su propia ideología no era lo suficientemente pura, una forma «autoritaria» de socialismo en lugar de una «libertaria». El comunismo es un ideal que no tiene un punto de referencia del mundo real, excepto los libros donde se llevan a cabo las ideas. Todo lo que tenemos aquí es una oposición moral a la jerarquía y la autoridad que hace que cualquier investigación histórica seria sea algo superfluo.

Algunos comunistas intentan enmarcar su acto de distanciamiento en términos más teóricos, no meramente morales. Algunos argumentan que el socialismo nunca se ha intentado en circunstancias ideales, solo en países en desarrollo sin una base capitalista completamente consolidada. Como resultado, todo lo que podría desarrollarse es una forma de “despotismo oriental” o “colectivismo burocrático”. Si bien es cierto que el socialismo será más fácil de desarrollar donde el capitalismo se haya arraigado más, lo que debemos tener en cuenta es que la política nunca ocurre en «circunstancias ideales». El socialismo nunca existirá en el vacío, lejos de toda la suciedad del pasado y las imperfecciones de la experimentación humana en el presente.

Otros negarían que el socialismo se haya siquiera intentado. Estos son los teóricos del “capitalismo de estado” como Tony Cliff, Raya Dunayevskaya y Onorato Damen, quienes sostenían que la URSS y sus ramas eran simplemente una forma diferente de capitalismo, una en la que el estado era una sola empresa y toda la población laboraba como trabajadores asalariados. Hay muchos problemas con el capitalismo de estado como teoría. Toma la apariencia superficial de que la URSS tenía cosas en común con el capitalismo sin profundizar en las leyes reales del movimiento en estas sociedades y cómo se relacionan. Para Marx, el capitalismo es un sistema basado en la acumulación de valor, donde las empresas compiten para explotar el trabajo asalariado de la manera más eficiente posible y vender sus bienes en el mercado. Se supone que los precios de los bienes fabricados en la producción industrial en masa gravitan hacia el tiempo de trabajo promedio necesario socialmente para producir los bienes. Este proceso se conoce como ley del valor. En la URSS, los precios los determinaban las juntas estatales de planificación, que se utilizaban como una especie de mecanismo de racionamiento. Otras tendencias que definieron al capitalismo, como la tendencia a la caída de la tasa de ganancia, tampoco existían. Esto apenas raya la superficie de las teorías del capitalismo de estado, pero debería quedar bastante claro que hay fuertes objeciones a estos entendimientos de la URSS y del «socialismo realmente existente».

Los intentos de distanciarse de la experiencia del «socialismo realmente existente» descartándolo como una forma de capitalismo a la cual oponerse como cualquier otra también es una forma de negación, además de distanciamiento. Es una forma de negación porque tiene como objetivo evitar reconocer el hecho de que estos eran intentos de construir el socialismo, intentos genuinos de crear una sociedad fuera del capitalismo. Negar esto nos permite no tener que aceptar genuinamente sus fallas. La URSS, la China maoísta, Alemania Oriental y otras fueron todas sociedades que intentaron reemplazar la «anarquía del mercado» con la planificación estatal, reemplazando la producción de valores de cambio con la producción de valores de uso. Si merecen o no el título de socialismo es discutible (no lo usaría sin calificativos), pero negar que estuvieran relacionados con un proyecto de construcción del socialismo es insostenible. El acto de distanciarse es un intento de lavarse las manos de la carga del hombre comunista, que da consuelo moral al individuo, pero no evalúa realmente la difícil realidad del pasado. En este sentido, es una fe comunista que tiene sus raíces en la superstición tanto como cualquier otro negacionismo.

Dada la insuficiencia del negacionismo o el distanciamiento, la cuestión de cómo abordamos nuestro pasado de manera apropiada permanece. Por un lado, debemos ser dueños de nuestro pasado. Cualquier intento cobarde de proclamar que no tenemos ninguna relación con la historia real del comunismo debe ser rechazado. Que hay un pasado de derramamiento de sangre (así como de triunfos) que heredamos es algo con lo que debemos estar en paz. Al asumir la responsabilidad de nuestro pasado, nos negamos a hacer suposiciones simplistas de que el «verdadero comunismo» nunca se intentó, y que con nuestra propia pureza de ideología haremos lo correcto. En cambio, debemos hacer una evaluación honesta de la historia real, comprender los fracasos reales y reconocer los núcleos de los futuros comunistas que se manifestaron en los procesos del proyecto socialista a lo largo de la historia. Este enfoque, ni de negación ni de distanciamiento, es lo que yo llamo el acto de equilibrio.

Este enfoque fue intentado por León Trotsky, un pensador y líder que sin duda se encuentra en el panteón de los grandes revolucionarios, a pesar de sus múltiples imperfecciones. El legado organizativo de la Cuarta Internacional de Trotsky está empañado por el sectarismo y los delirios de grandeza, como se ve en innumerables organizaciones trotskistas hoy en día, todas peleando por quién lleva el verdadero legado del hombre. El propio pensamiento de Trotsky podría ser distorsionado por el economismo y su propia carrera no estuvo exenta de oportunismo y excesos. Pero este no es lugar para una crítica profunda de Trotsky, por muy justificada que esté. Lo que nos interesa de Trotsky es lo que su propio enfoque de los problemas de la URSS (una sociedad que ayudó a crear, pero de la que se vio exiliado) puede decirnos cómo relacionarnos con nuestro pasado de manera crítica.

El aspecto más importante de la obra de Trotsky, además del concepto de desarrollo desigual y combinado, fue su crítica a la URSS. La teoría de Trotsky sobre el «estado obrero degenerado», por supuesto, no está exenta de fallas. La noción de que el origen de la burocratización en la URSS fue el kulak, cuando la propia burocracia estalinista participaría en un asalto cruel contra el kulak difícilmente puede sostenerse bajo un escrutinio excesivo. Sin embargo, lo que hace valioso el análisis de Trotsky es su capacidad para criticar enérgicamente a la URSS y al mismo tiempo sostener que era una conquista de la clase trabajadora que necesitaba ser defendida a toda costa. Es dentro de la forma en que Trotsky entendía la URSS que podemos encontrar una forma correcta de entender nuestro pasado. Perry Anderson describió esto como una especie de «equilibrio» entre la defensa del «estado obrero» y la crítica de su degeneración burocrática:

La interpretación de Trotsky del estalinismo fue notable por su equilibrio político: su rechazo tanto de la adulación como de la condena en favor de una estimación sobria de la naturaleza contradictoria y la dinámica del régimen burocrático en la URSS … No hay duda de que la firme insistencia de Trotsky, tan pasada de moda en años posteriores — incluso entre muchos de sus seguidores —, de que la URSS era en última instancia un estado obrero era la clave de este equilibrio7.

Como señala Anderson, este equilibrio entre «adulación o condena» era traicionero. Avanzar demasiado en la dirección de la condena sería correr el riesgo de seguirle el juego a los capitalistas que condenaban a la URSS y utilizaron sus defectos para enterrar el proyecto del comunismo y movilizar la intervención militar en su contra. Este camino fue ejemplificado por el camino de Max Shachtman, quien argumentaría que la URSS bajo Stalin se había convertido en una forma de «colectivismo burocrático» que resultaba ser regresivo en relación con el capitalismo, debido a su falta de libertades civiles. Esto lo llevó a cooperar con el imperialismo occidental en la Guerra Fría, creyendo que Estados Unidos y la OTAN eran genuinamente más progresistas para la clase trabajadora. La lógica de este enfoque lo llevó a decir que el colapso de la URSS sería una victoria para el proletariado internacional porque barrería el sistema totalitario que reprime las libertades que representaban las auténticas ganancias de la sociedad burguesa. Hoy en día los seguidores de Shachtman en la Alianza por la Libertad de los Trabajadores celebran el colapso del bloque soviético como una victoria del socialismo a pesar del enorme costo humano. Hillel Ticktin, cuyo análisis de la URSS contiene muchas observaciones útiles, cae en una trampa similar. Si bien Ticktin nunca apoyó el imperialismo, sí afirmó que “dada la falta de comprensión de lo que era la Unión Soviética y la influencia de la Unión Soviética en prevenir la existencia de un partido socialista genuino, el fin de la Unión Soviética fue un paso hacia adelante”9. Este no era un contrato social basado en el dominio directo de los trabajadores sobre las condiciones de su propia existencia. Era un sistema en el que los trabajadores todavía estaban atomizados, incapaces de ejercer un control colectivo sobre la producción. Se organizaban en sindicatos oficiales y organizaciones de la sociedad civil pero no podían formar sus propias organizaciones independientes. Sin embargo, a cambio de ceder estas libertades, los ciudadanos de la URSS podían recibir protección contra el desempleo y acceso garantizado a la subsistencia en un pacto informal con el partido-estado10. La nacionalización de prácticamente toda la propiedad privada le permitió a la URSS “protegerse” de las fuerzas del capitalismo global y abrirse espacio para formar su propia dinámica económica, que protegía a sus ciudadanos del caos del mercado. Esto significaba que los trabajadores realmente tenían algo que perder en forma de un paquete de derechos económicos, entregados a cambio de la reducción de libertades políticas. A pesar del terror estalinista y el mal funcionamiento burocrático, el «socialismo realmente existente» pudo proporcionar algo para la clase trabajadora que el capitalismo no puede. La nostalgia por el Bloque del Este no es solamente nacionalismo, sino también lamentación por la pérdida de beneficios materiales tangibles.

Teniendo en cuenta lo anterior, debería quedar claro que incluso si la URSS no representaba un auténtico estado obrero, era algo que valía la pena defender: su colapso fue un gran retroceso para la clase trabajadora mundial. Los que siguieron a Shachtman estaban equivocados y Trotsky tenía razón. Era necesario defender a la URSS y los Estados socialistas de la restauración capitalista y el ataque imperialista y al mismo tiempo criticar sus burocracias y apoyar las luchas por cambios internos.

Si esto suena como un ejemplo de “doble pensamiento” contradictorio, comparemos la URSS con un sindicato hostigado. Siempre defendemos a los sindicatos de los atentados de los capitalistas, independientemente de cuán corrupto sea su propio régimen. Sin embargo, no apoyamos acciones de sindicatos que ataquen al resto de la clase trabajadora, como las huelgas de odio, independientemente de que sean realizadas por organizaciones defensivas que a los trabajadores les conviene tener. Un equivalente en el caso de la URSS sería la represión de la Primavera de Praga, la deportación de minorías étnicas o el pacto Molotov-Ribbentrop. Debemos condenar tales actos, al igual que condenaríamos las huelgas de odio sin unirnos al coro de la propaganda antisindical. Además, deberíamos apoyar los intentos de los trabajadores de reformar su sindicato, incluso de reemplazarlo por un sindicato completamente diferente que se adapte a sus necesidades; no sólo al expulsar a los burócratas más corruptos, sino al cambiarlo estructuralmente.

Por supuesto, la URSS ya desapareció, por lo que este ya no es un problema vivo. Los grupos de izquierda de hoy no tienen que determinar la forma correcta de relacionarse con la URSS como entidad existente. Sin embargo, tenemos que comprender nuestro pasado, no solo para nosotros sino para el público. Mi sugerencia es que el análisis de Trotsky de la URSS nos da un modelo de cómo debemos comprender nuestro pasado, en particular, el legado del «socialismo realmente existente». Debemos reconocer que cuando cargamos el peso de nuestro pasado, también cargamos con un legado de lucha por un mundo mejor, una lucha que en muchos casos realmente ha ayudado a crear un mundo mejor. Si este no fuera el caso, entonces nuestra fe en el comunismo sería verdaderamente una superstición irracional, algo que seguimos contra toda evidencia viviente. Sí, al final, la URSS fracasó, colapsó bajo sus propias contradicciones. Pero esto no implica necesariamente que nos demos por vencidos. Como dijo Badiou cuando se le cuestionó sobre las deficiencias del comunismo histórico,

Después de milenios de administración centrada en la propiedad privada, ¡tuvimos una experiencia de colectivización que duró setenta años! ¿Cómo puede alguien sorprenderse de que esta breve experiencia, llevada a cabo por primera vez en la historia en Rusia y China, no encontrara de inmediato su forma estable y fracasara temporalmente? Este fue un asalto contra un tabú milenario; todo tuvo que inventarse desde cero sin ningún modelo preexistente para seguir11

El desafío al que se enfrentan los comunistas para forjar una nueva sociedad es único en la historia: la humanidad debe tomar la historia en sus propias manos, en lugar de dejarla al azar ciego de la necesidad. Sería una tontería esperar el éxito total en cada intento. También sería una tontería unirse al coro de la burguesía y condenar todo intento de semejante proyecto. Incluso imitar el tono de estas críticas no es aceptable. Independientemente de cuán dedicados estemos al ideal comunista en nuestros corazones, unirnos a este coro solo alimenta nuestras propias dudas y prepara nuestra eventual rendición. Siguiendo el ejemplo de Trotsky, debemos ser críticos y ver la necesidad de cambios radicales dentro de nuestros proyectos, pero siempre defendiendo la validez de estos proyectos contra aquellos que los pisotearían.

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  1. Lucio Magri, Taylor of Ulm (London: Verso, 2011), pg 38
  2. Lucien Goldmann, The Hidden God (London: Verso, 2016), pg 90
  3. Lars T. Lih, The Four Wagers of Lenin, accessed here: https://weeklyworker.co.uk/worker/785/the-four-wagers-of-lenin-in-1917/
  4. Domenico Losurdo’s War and Revolution is an example of a work that pulls this off in a nuanced way.
  5. Frederick Engels, Anti-Dühring (Peking: Foreign Language Press, 1976), 119
  6. Leon Trotsky, The Balkan Wars (New York: Pathfinder Press, 1980), 90
  7. Perry Anderson, “Trotsky’s Interpretation of Stalinism” in The Stalinist Legacy, edited by Tariq Ali (Chicago: Haymarket, 2013), 124
  8. On Stalinism: an Interview With Hillel Ticktin (October 2019), accessed here: https://platypus1917.org/2019/10/02/on-stalinism-an-interview-with-hillel-ticktin/[/url].. Aunque uno pensaría que este “paso hacia adelante” estaría acompañado por un renacimiento del marxismo y la organización obrera, no por la terapia de choque neoliberal y el nacionalismo reaccionario.

    No es necesario estar completamente de acuerdo con el análisis de Trotsky de la URSS como un estado obrero, aunque degenerado, para aceptar que la URSS tenía ciertas ventajas para la clase trabajadora que se perdieron con su colapso. Llegar a comprender esto es esencial si queremos comprender adecuadamente la experiencia comunista del pasado. Michael Lebowitz sostiene que en la URSS existía un «contrato social tácito» que «proporcionaba beneficios directos a los trabajadores»8Michael Lebowitz, The Contradictions of Real Socialism (New York: Monthly Review Press, 2012), 63-65

  9. Ibid, 75
  10. Alain Badiou, I hold firm to the communist hypothesis…. accessed at: https://www.versobooks.com/blogs/3544-alain-badiou-i-hold-firm-to-the-communist-hypothesis-laurent-joffrin-which-no-one-wants-anymore